Dulce no hacer nada, dulce posponer, balancear los pies contemplando cómo gira el mundo, ir, ir, esperar dulcemente la hora de comer, mirar cómo crece la hierba, cómo se evapora el agua, tranquilamente, a la sombra, dejándose acariciar por una brisa fresca, redondear las pompas de pensamientos que estallan en el aire apenas se hacen demasiado serios o demasiado graves, estar ligeros, transformar las horas en meses como una hoja arrastrada por la corriente de un río, dulcemente vencidos, sí, estar así...
Avenida del Tibidabo, 32, Barcelona.
El tranvía ascendía casi a ritmo de paseo, acariciando la sombra de la arboleda y oteando sobre los muros y jardines de mansiones con alma de castillo que yo imaginaba pobladas de estatuas, fuentes, caballerizas y capillas secretas. Me asomé a un lado de la plataforma y distinguí la silueta de la torre de "El Frare Blanc" recortándose entre los árboles. Al acercarse a la esquina de Román Macaya, el tranvía disminuyó la marcha hasta detenerse casi por completo. El conductor hizo sonar su campanilla y el revisor me lanzó una mirada de censura. -Venga, listillo. Aligere, que el número treinta y dos lo tiene ahí. Me apeé y escuché el traqueteo del tranvía azul perderse en la bruma. La residencia de la familia Aldaya quedaba al cruzar la calle. Un portón de hierro forjado tramado de yedra y hojarasca la custodiaba. Recortada entre los barrotes se adivinaba una portezuela cerrada a cal y canto. Sobre las verjas, anudado en serpientes de hierro negro, se leía el número 32. Tra...
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