Hacía días, semanas, incluso meses... Hacía siglos que no abría un nuevo documento. Que no necesitaba su libreta para anotar ninguna idea. Hacía milenios que no escribía, que no lo necesitaba. Que era feliz. Y cuando eres feliz la inspiración se esfuma, se marcha, se esconde. Cuando él se fue confió que volviese, que la ayudase. Pero no había ideas, no encontraba las ganas, no sabía empezar. No había dolor ni fuerzas, no quería escribir. Hoy fue una noche normal, un viernes como cualquier otro. Incluso mejor. Todo fue sobre la marcha. Una visita de una vieja conocida. Una cena con los amigos. Una película en el cine. Una noche alejada de la ausencia de pesadillas que provocaban la inquietud de ella hacía más de un mes. Un mes que se añadía a otros muchos sin coordinar dos palabras seguidas que tuviesen sentido. Pero aquella noche no era una noche para preocuparse. La cena fue perfecta. El comienzo de la película fue mejor. A los diez minutos ya estaba hechizada, hipnotizada, alejada de todo aquello que la preocupaba. Y la película continuó y la fascinación aumentó. Se acerca el final. Se acaba. Risas entre amigos. Despreocupación. La noche ha valido la pena. Pero toca volver a casa. Y sales de la sala con una sonrisa, pensando que tal vez haber salido de casa sí ha merecido la pena. No habría compuesto nada decente. No le habría dado calor, cariño, a sus palabras. No hubiese ganado nada. Entonces enfilan el pasillo, y se ríen por el escándalo que hay en el vestíbulo de toda la gente que va a ver la película de moda. Y sonríen un poco más sabiendo que ellos son los únicos afortunados en gastar su dinero en algo que merecía la pena de verdad. Se da la vuelta y observa a la gente, saluda a algún conocido, da dos besos a otro, y se gira. Y entonces le ve. Camina hacia ella, pero no es ese su destino. La saluda y pasa de largo. Con su olor, con sus pasos... Y ella... Ella sonríe. Pero sabe que no es felicidad lo que empieza a inundarle el cuerpo y el alma. Se monta en el coche y se va, llegando a casa entre silencios. En silencios y en recuerdos que la oprimen y la ahogan. Y entonces... entonces ella... Entonces ella vuelve a escribir.
Avenida del Tibidabo, 32, Barcelona.
El tranvía ascendía casi a ritmo de paseo, acariciando la sombra de la arboleda y oteando sobre los muros y jardines de mansiones con alma de castillo que yo imaginaba pobladas de estatuas, fuentes, caballerizas y capillas secretas. Me asomé a un lado de la plataforma y distinguí la silueta de la torre de "El Frare Blanc" recortándose entre los árboles. Al acercarse a la esquina de Román Macaya, el tranvía disminuyó la marcha hasta detenerse casi por completo. El conductor hizo sonar su campanilla y el revisor me lanzó una mirada de censura. -Venga, listillo. Aligere, que el número treinta y dos lo tiene ahí. Me apeé y escuché el traqueteo del tranvía azul perderse en la bruma. La residencia de la familia Aldaya quedaba al cruzar la calle. Un portón de hierro forjado tramado de yedra y hojarasca la custodiaba. Recortada entre los barrotes se adivinaba una portezuela cerrada a cal y canto. Sobre las verjas, anudado en serpientes de hierro negro, se leía el número 32. Tra...
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