Working in a dream.

-Él tenía la... la extraña costumbre de desaparecer durante la noche el primero de cada mes. La primera vez que descubrí su lado de la cama vacío me asusté tanto que desperté a todos los vecinos para preguntarles si le habían visto. Después de unas cuantas quejas, y otros tantos insultos volví a casa, rendida de sueño. Le encontré bajando las escaleras de la azotea. Al principio se quedó tan desconcertado como yo, hasta que vió mis ojeras cargadas de cansancio y preocupación. Me sonrió con una ternura tal que casi me echo a llorar. Sin mediar palabra me rodeó con los brazos y entramos en casa. Ninguno de los dos volvió a mencionar el tema hasta dos meses después, el primer día del mes otra vez. Me desperté de súbito a las tres de la mañana, sola en la cama. Esta vez no fue necesario poner en pie a todo el vecindario. Me coloqué una manta por los hombros, encaré las escaleras y me aventuré al frío de la noche.
>>La azotea de nuestro edificio ofrecía las mejores vistas de Nueva York. Adam se encontraba en el muro, sentado. Por un momento creí que dormía, y que el sonambulismo le había arrastrado hasta allí. Caminé hacia él y el eco de mis pasos le hizo volverse. Me sonrió, muy despierto, y leí en sus ojos una invitación secreta. Me acomodé a su lado y los dos contemplamos la ciudad dormitar a nuestros pies, hermosa. Sin necesidad de pregunta alguna, Adam comenzó a contestar todas las que había en mi mente. Su tono era calmado, melancólico. Se notaban los recuerdos en cada sílaba, destilaba tristeza en cada palabra. Me contó como subía cada mes allí, a contemplar el extraño silencio que nunca consigue reinar del todo en las calles de Nueva York. Como pasaba allí las horas, y horas, hasta que las primeras luces del alba comenzaban a despuntar entre los altos rascacielos. Cuando le pregunté qué hacía durante toda la noche allí me lanzó una de sus sonrisas de ojos tristes. "Imaginarla", me contestó. Leyó la duda en mis ojos y me besó bajo un cielo rosado, acompañado del bostezo de toda una ciudad. Susurró un nombre de cinco letras y se fue. Me quedé allí sentada, pensando en Adam y en ese nombre que habría heridas en el alma y en el corazón. Nunca jamás volví a verle con los mismos ojos.
-¿Imaginaba a esa chica?
-¿Qué chica?
-Por la que te dejó.
Sonreí ante la ingenuidad de mi pequeño acompañante. Me miró con impaciencia.
-No, Ian, esa chica que tú dices no existe. Él imaginaba a su hermana. Imaginaba que volvía. La esperaba. La esperaba como hizo aquel uno de agosto. Y la estuvo esperando todos los uno de cada mes durante tres años, pero ella nunca volvió. Un hombre malo le hizo cosas feas, y ella nunca pudo regresar al encuentro de mi Adam. Y cuando él me lo contó, yo también aprendí a esperarla y a imaginarla.
Una niebla repentina veló mis ojos. Ian estiró su pequeña manita y atrapó una lágrima que se precipitaba al infinito entre sus dedos.
-Adam es tonto. A mi me encantaría tener una mamá como tú, y no la haría llorar. Él te ha hecho llorar. No tienes que hablarle nunca más.
Me reí, pasándole las llemas de los dedos por la frente, desfrunciéndole el ceño.
-Seguro que él también te gustaría como papá.
Se cruzó de brazos, desconforme.
-¿Y por qué te ha dejado entonces?
-No tuvo otra opción, cielo.
-¿Tuvo que irse a trabajar muy lejos? El primo de mamá tuvo que hacerlo y ahora sólo viene por Navidad.
Afirmó mientras se sentaba en mi regazo.
-Sí, digamos que sí que está muy lejos.
-¿Y no va a venir por Navidad?
-No, Ian, en el sitio donde está no se lo permiten.
-¿Está en la cárcel?
-Está en el cielo.

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