Una tenue luz se filtra entre las cortinas de mi habitación, está anocheciendo. Toda la tarde pasos y murmullos se escuchaban detrás de la puerta, pero nadie entró, cosa que agradecí enormemente. Ahora el murmullo se ha trasladado al piso de abajo, supongo que estarán preparando la cena. Paseo la mirada por la habitación, sin ver nada en particular, pensando en todo y en nada. En todo lo que ha pasado en estas dos semanas y en todo lo que me queda, que es nada. Ya no lloro, no puedo, no me quedan fuerzas ni lágrimas. Pero así el dolor es más insoportable, más insufrible, me llena por completo y no me deja concentrarme en otra cosa. Si ahora me mandasen hacer una suma de dos cifras, estoy segura de que la haría mal. Es como si todo mi cerebro estuviese absorbido por una fuerza extraña que no me dejase pensar en nada más. Me siento desconcertada, desorientada, siento que mil preguntas bullen en mi interior, pero no sé contestarlas, ni sé quién me puede ayudar. Tampoco creo que sea necesario seguir por este camino llamado vida, me faltan excusas, me faltan motivaciones. Mi madre siempre me decía que una persona no muestra su valentía ante el peligro, ante un atracador o un asesino, que la muestra en su camino, cuando sus luces se apagan y se le hace difícil seguir, decía que solo los valientes sonríen para dar un poco de luz, esperando a que esas bombillas del destino se vuelvan a encender. Pues bien, mamá, no soy valiente, no quiero serlo, no quiero sonreír, me duele, me duele en el alma, y en el corazón. Mis bombillas no se han apagado, mamá, mis bombillas se han roto, y yo también. Han roto todo lo que hay en mi vida. Todo. Y lo ha hecho él, él y sus risas, él y sus bromas, él y sus caricias, él y sus besos y sus abrazos y sus te quieros. El mismo que todavía tiene la cara de llamarme, ¡a mi! Sus palabras siguen resonando en mi cabeza, una y otra vez, como un disco que se raya o un capítulo repetido demasiadas veces en televisión. Y esas palabras cortan, rajan, me hacen sangrar, hacen daño, muchísimo daño. Rememoro de nuevo la conversación.
-¿Mark?
-Chels, nena, mi vida, no ha pasado un día y ya te echo de menos, en serio. Te esperaré, amor, te esperaré todo el verano si hace falta. Te quiero. Te quiero muchísimo.
-Contéstame solo a una cosa, Mark. Sinceramente.
-Lo que quieras, cariño.
-¿Había algo entre Lucy y tú?
Respuesta veloz.
-No.
Y con una lágrima, mi última lágrima, le colgué. Puse el móvil en modo silencioso, previendo lo que me iba a esperar toda la tarde, y me tumbé en la cama. El tiempo transcurrió extraño, y mis pensamientos también. No me centraba en una cosa concreta. Sus palabras resonaban aquí y allá, apareciendo cuando a ellas les parecía preciso, cuando veían que el dolor disminuía una milésima. Y yo me dejé hacer, sin intentar evitar unos pensamientos y otros, con el cuerpo inerte y la mirada perdida. Los minutos han ido pasando así, sin pena ni gloria a mi alrededor. Un riquísimo olor a estofado sube por la escalera y se cuela por debajo de mi puerta, mi estómago se contrae. No tengo hambre, ni la suficiente fuerza para levantarme y enfrentarme al mundo que me espera fuera. Soportar chistes y risas y miradas furtivas contemplando mi rostro cetrino. Todo eso me parece un esfuerzo terriblemente desmesurado, y solo pensar en ello me hace sudar. Pero, contradiciendo mis expectativas, nadie subió a avisarme de que la cena estaba en la mesa. Por la ventana cae la noche cerrada, y un revuelo de platos y cubiertos me anuncia que la cena ha terminado, pronto todos se acostarán y un día más habrá pasado en la vida de todos. Siento como pasos se dirigen al piso de arriba, alguien se va a la cama el primero, supongo que sea Danny. Pero, en vez de detenerse en su habitación, sigue caminando, los pasos se acercan y se paran delante de mi puerta. Por favor, Danny, no entres, no entres, por favor. No se si seré capaz de aguantar, Danny, no quiero sonrisas forzadas ni fingir que todo va bien, no quiero decirte que tan solo me encuentro cansada o que era Kate la que llamaba preguntándome qué tal iba todo, no quiero mentirte, Danny, no entres, por favor. Pero haciendo caso omiso de mis plegarias, el pomo de la puerta gira. Decido no moverme, seguir con los ojos fijos en el techo. Mi cerebro no me permite muchos más movimientos, exigiría una concentración y una fuerza de la que carezco. Noto como Danny abre la puerta y la cierra a sus espaldas, camina hacia mi cama y se tumba a mi lado. Sujeta una de mis manos con fuerza. Noto su calor, es tremendamente reconfortante. Me da un beso en la frente y murmura:
-Buenas noches, Chelsey. -Y se recuesta para dormirse.
Mi corazón se encoje mucho, muchísimo más de lo que debería ser posible. Una certeza absoluta se sitúa en mi mente y se ensaña conmigo. No solo me estoy comiendo el alma yo, se lo estoy comiendo a ellos, les estoy haciendo sufrir, se están preocupando y yo no hago nada para remediarlo. ¿Cómo deciros que me faltan fuerzas, Danny? ¿Cómo explicar algo tan terriblemente complejo? Si nunca has sufrido por amor, dudo que lo entiendas, eres demasiado pequeño. Eres mi hermano pequeño, no deberías entenderlo. No quiero que lo entiendas, ni que lo sufras, el azul de tus ojos no debería apagarse jamás. No dejaré que te hagan daño, no lo permitiré. Y una tenue, casi imperceptible, pequeñísima luz, se enciende en este camino sinuoso y maltrecho y roto, guiándome. Está bien, mamá, me volveré valiente. Seré valiente por él. Y con esta diminuta certeza la noche se cierne sobre mí.

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