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Escuché mi voz durante el tiempo suficiente para darme cuenta de dos cosas; la primera era que me había pasado los últimos tres días en un silencio tal que no me había dado cuenta de la segunda: mi voz sonaba apagada, sin fuerza. Denotaba una tristeza y una amargura que hubiesen marchitado la más feliz de las sonrisas. Era apenas un atisbo, una ínfima parte de la energía y la vitalidad que en aquel cuerpo había residido. Con la misma pasión que puse para hablar me levanté del sofá hecha un fantasma y me arrastré hacia la cocina. Reparé entonces en la penumbra total que reinaba en la casa.  Había anochecido a escondidas. Ignorando el interruptor me sente entre las sombras, contemplando la ciudad extenderse a mis pies. Millones de luces la inundaban de una vida y una alegría que a mi no me alcanzaban. Me sentí intrusa en una ciudad que me había visto crecer, y noté que mi lugar estaba allí, entre las sombras de una cocina atrapada en el tiempo. Y supe entonces que no habría lugar en el mundo en el que me sintiese a salvo. No si no estaba él.

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