Carlos Ruiz Zafón

Amanecí con los fríos rayos del sol de diciembre envuelta en sábanas y edredones aún cálidos de sueños y pesadillas recientes. Los sonidos de un nuevo día me dieron la bienvenida y el ajetreo proveniente de la cocina me instó a quedarme en la cama. Pensé con cierto recelo en la persona que hablaba al otro lado de la puerta de mi habitación y, a falta de sueño, pensé en algo que pudiese hacer sin que fuese necesario enfrentarme a los murmullos y reproches de aquella nueva anciana. Pronto encontré entretenimiento entre el polvo de las estanterías. Un tomo de mi escritor favorito sobresalía entre otros con un marcapáginas fijado muy cerca de la portada del libro. Lo sujeté entre mis manos, recordando cómo aquel pequeño universo de papel se había resistido a mi lectura semanas atrás, dejándolo olvidado entre sus hermanos ya vencidos. Me senté sobre la cama y le miré desafiante, dándole a entender que no saldría de allí sin haber quedado totalmente embrujada por la magia de su escritor. Abrí el libro por donde el marcapáginas indicaba y me sumergí de nuevo en las calles tormentosas de una vieja Calcuta. Pronto sus expresiones me sonaron, sus palabras me envolvieron y reconocí en cada uno de los personajes a gente que ya conocía de otras novelas. Sonreí a las páginas hechas de sueño y esperanza como si de un viejo amigo se tratase y volví a enamorarme una vez más.

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